Es frecuente escuchar, ante la pregunta de si nos ha gustado una película basada en una novela que ya habíamos leído, la respuesta: «sí, pero me gustó más la novela».
Esto es así en general, porque a la historia leída o escuchada somos nosotros quie nes le ponemos imágenes y voces; las nuestras, las que nosotros imaginamos.
Construimos los personajes con los elementos de nuestra experiencia y nuestra imaginación.
Aquella primera relación con las palabras supuso una emoción que las imágenes de la película no han igualado.
Pensemos ahora en un niño, rodeado de pantallas la mayor parte del tiempo y cuya relación con las palabras se reduce a los aprendizajes escolares, a las conversaciones con sus compañeros, y a responder las preguntas que al cabo del día les hacemos: ¿has recogido tu cuarto?, ¿has terminado los deberes?, ¿te has lavado los dientes?
¿Dónde quedan en su experiencia emocional los cuentos maravillosos escuchados en una voz familiar sobre ogros, princesas y dragones? ¿Solo de las series, la mayoría de ellas con violencia gratuita, que emite la televisión, o peor aún, de los videojuegos?
Es nuestra obligación como adultos que no solo sean esas pantallas las que les cuenten historias.
Nunca ninguna imagen podrá sustituir al valor que sus palabras ejercerán sobre ellos.